lunes, 6 de diciembre de 2010

LA MEJOR NOTICIA DEL AÑO: PODEMOS CAMBIAR NUESTRA PERSONALIDAD DESPUÉS DE LOS 30

Durante muchos años la idea de que la personalidad terminaba de formarse a los 30 años y que en adelante nadie podía hacernos cambiar dominó a la sicología. Sin embargo, recientes estudios han demostrado todo lo contrario.

“Soy como soy, les guste o no” ¿Cuántas veces ha repetido esta frase ante las críticas de alguien o, incluso, ante usted mismo para justificar sus errores? Durante año la psicología le ha dado la razón. Porque los estudios sobre el comportamiento humano, hasta hace poco, se manejaban con la teoría de que nuestra personalidad se moldeaba hasta los 30 años.

A esa edad, nuestra forma de ser se consolida y ya no cambia más. El neurótico sigue quisquilloso y arrebatado hasta sus últimos días, y el extrovertido se mantendrá locuaz y comunicativo. Es la “teoría del yeso”, es decir, que a los 30 el material que da forma a lo que somos se seca, se endurece y no se modifica más.

Si usted se identifica con este credo que considera a nuestra personalidad como algo rígido, similar a un destino ineludible, entonces es el momento de revisarlo. La sicología actual ha dado un giro importante en este tema, y hoy afirma que la personalidad no es algo fijo, sino que se puede cambiar a voluntad pero, antes, necesitamos rectificar algunas creencias que actúan como freno a cualquier intento por mejorar nuestras vidas.

Esta modificación radical de la psicología es comparable a lo que sucedió con los estudios del cerebro. Hasta los años 90 se creía que nacíamos con una cierta cantidad de neuronas, las que se iban muriendo a lo largo de nuestra vida, sin posibilidad de recuperarse. Ahora sabemos que estas células nerviosas se siguen reproduciendo hasta que somos viejos, y que sus conexiones se modifican, según lo que aprendamos día a día, algo que se conoce como “plasticidad cerebral”.

Pero fue en el año 2003 cuando se produjo la primera sospecha de que la personalidad puede cambiar. Y no sólo en las primeras décadas de la vida, sino también en la adultez e, incluso, en la vejez. Fue el equipo de investigación de la universidad de Berkeley, liderado por el doctor Sanjay Srivastava, quien despertó esta sospecha, tras analizar a más de 132 mil adultos con edades entre los 21 y 60 años, 54% de ellos mujeres.

Sí cambiamos

El trabajo de Srivastava señala, por ejemplo, que la responsabilidad aumenta a lo largo de la vida –hasta los 60 años- con su mayor incremento entre los 20 y los 30 años. Este rasgo hace que las personas sean organizadas, planificadas y disciplinadas, lo que se vincula con los compromisos laborales y el desempeño en el trabajo.

La amabilidad, en tanto, aumenta con mayor fuerza en los 30 y los 55 años, lo que desmiente firmemente la teoría de que la personalidad permanece igual. Este rasgo define a la persona como cálida, generosa y servicial, lo que se vincula a las relaciones interpersonales y a las conductas de cooperación.

El neuroticismo es el rasgo que tiene una mayor diferencia de género. En el hombre casi no hay cambio después de los 30, es decir, se mantiene igual desde los 20 años. Pero en las mujeres, este rasgo se reduce en forma marcada y consistente hasta los 60. Este rasgo define a las personas que son en extremo preocupadas y emocionalmente inestables, lo que se asocia con depresión y otros problemas de salud mental. La apertura a nuevas experiencias, por su parte, muestra un leve incremento antes de los 30 años, en ambos sexos. Después de esa edad, se registran pequeñas declinaciones, tanto en hombres como en mujeres. Y por último, la extraversión que se vincula a la asociabilidad y locuacidad se reduce con los años en las mujeres, aunque no de manera importante. En los hombres casi no cambia.

Toda esta evidencia representa un desmentido radical a la teoría de que la personalidad no se modifica después de los 30 años.

La clave del éxito: aprender de los propios errores

Según Carol Dweck (Psicológa de la Universidad de Stanford), estudios realizados con niños y adultos muestran un porcentaje amplio que no puede tolerar los errores. En especial entre quienes consideran que la inteligencia no se modifica. Esto coincide con la evidencia de la neurociencia de que el ser humano sólo acepta el conocimiento que confirma sus creencias, rechazando lo inesperado. Algo que se encuentra en nuestro cableado cerebral.

En esto participa la corteza de la cíngula anterior, grupo de neuronas que evita cometer errores y que se activa ante cualquier complicación que no habíamos considerado, tras lo cual prefiere cambiar el foco de atención a otra cosa. En este momento, en forma casi instantánea se activa la corteza prefrontal dorsolateral, que borra la experiencia reciente, algo así como la corteza “delete”. Este funcionamiento es automático, por lo que si sucede algo inesperado, lo descartamos y borramos de nuestro mapa. Como si nunca hubiera sucedido.

Así, en lugar de equivocarnos y aprender de los errores, a medida que pasan los años, dedicamos nuestros mejores esfuerzos para hacer siempre lo correcto. Cuando las cosas resultan mal, como muchas veces sucede, nos dedicamos a recriminarnos, a culpar a otros o a ocultar lo sucedido. O nos justificamos diciendo que hay otros que se equivocan más.

Seguimos sin aprender de nuestros propios errores y sólo atinamos a descartarlos, como energía y tiempos perdidos. Cuando se asumen, por el contrario, la persona los incorpora a sus habilidades y logra mejorar sus métodos y estrategias de trabajo.

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